jueves, junio 5

La Nada (II)

Las cosas de Dav a las 23:35:00

Volví a sonreír a Cielo y dejé el cepillo de nuevo en el cajón. Mi sonrisa desapareció al instante cuando pude ver que Cielo lloraba.

“Cielo, ¿qué te pasa?”

Me sentí más triste aún, por él.

“¿Qué has visto esta vez, que te hace sufrir tanto?”

Pero Cielo no me respondía.
Probablemente había vuelto a ver algo que iba a suceder.
Cuando Cielo veía el futuro el mundo caía sobre él, porque sabía que lo que había visto ya no podría cambiarlo. Nunca era bueno, y el dolor siempre se hacía dueño de todo su ser. Era algo a lo que no se acostumbraba.

“No te preocupes, mi Cielo, si va a suceder algo que no puedes cambiar, ya sabes que sólo sufrirás si piensas en ello.”

Me incorporé y puse mi brazo junto a Cielo para que se posara sobre él.

“Deberías ir y volar, seguro que ves algo bonito ahí afuera que se te ha escapado. ¡Y luego podrás contármelo!”

Ya estábamos en el balcón, pero Cielo no echaba a volar, no miraba a la Nada tampoco, sólo posaba su mirada en mis ojos y luego agachaba la cabeza.
Nunca jamás le había visto tan triste.
Nunca nada le había afectado tanto.

Y pasaron unos segundos.



De repente, el silencio de la noche fue roto por una voz infantil: una niña que gritaba desesperada y lloraba cerca del bosque. ¿Habría entrado? No, una niña no podía haberse adentrado allí sola. ¿Y si... hubiera salido? ¿Podría ser posible?
Un nuevo grito en medio de su llanto de dolor nos sobresaltó.
No había tiempo para pensar, había que ir a buscarla. Me di la vuelta para salir de mis aposentos, pero Cielo me agarró el brazo con tanta fuerza que me hirió. Sin querer, di un pequeño grito de dolor.

“Cielo, ¿qué haces?”

Pero Cielo no me soltaba. Me agarraba con fuerza en lugar de batir sus alas y salir al exterior.

“Cielo, ¿por qué no sales a buscarla y me indicas el lugar desde arriba?”

Pero Cielo no me soltaba. Noté cómo respiraba agitado.

“¡Suéltame, me haces daño!”

Entonces miró sus garras y se percató de que mi carne se había abierto y estaba sangrando. Se soltó de repente y se posó sobre el palo.
Me quedé mirándolo impresionada, jamás había hecho Cielo algo así. Pero luego le pediría explicaciones. Ahora tenía que ir a buscar a la niña.
Abrí la puerta y salí hacia el pasillo. Era largo, oscuro, la luz de la luna se filtraba vagamente ahora por las ventanas: unas nubes habían comenzado a taparla mientras Cielo me había retenido en mi dormitorio.
Corrí y bajé las escaleras. Una cantidad enorme de escalones que había hasta la planta baja. Llegué hasta la estancia más grande del lugar, un gran salón dedicado a fiestas y bailes, la atravesé, y la falta de luz me hizo tropezar con una pequeña mesita en la que había un joyero que cayó al suelo y se abrió. Los pendientes que había dentro cayeron al suelo, unos hermosos pendientes de plata vieja con incrustaciones de pequeñísimos diamantes y una amatista en su centro. Eran lo único que conservaba de mamá, ¿por qué diablos estaban ahí?
En un instante, me recordé corriendo de niña por esa misma estancia gritando y llamando a mi mamá desesperada. Y de repente, llegué a una conclusión: ¡la voz de esa niña era igual a la mía por aquel entonces! Si eso era así, debía de ser muy pequeña. No podía entretenerme, ¡era necesario encontrarla ya!
Recogí los pendientes y los dejé sobre la mesita, y volví a reanudar mi carrera hacia el exterior, ahora un poco más lenta. Me había hecho daño en un pie.

Cuando llegué a la puerta principal salí a los jardines. Iba descalza y las piedras se me clavaban en las plantas. Me detuve y miré hacia arriba, buscando a Cielo por alguna parte.
Apareció tras unos segundos, frente a mí.

“¿Dónde está?”

Aunque la niña se oía aún llorar, cada vez se oía menos, sus pulmones pequeñitos debían de estar quedándosele agotados.
Cielo, en lugar de indicarme el camino se quedó frente a mí, aleteando como si quisiera impedirme que pudiera avanzar.

“No me lo vas a decir... ¿verdad?”

Por primera vez en mi vida, me enfadé con él.
Por supuesto, él se percató de ello y me dejó paso, posándose en una rama. Cuando pasé junto a él, vi su rostro durante un pequeño instante: junto a su tristeza anterior, ahora parecía atemorizado.

Seguí hacia delante. Le oía volar a mis espaldas.
Atravesé los jardines y, antes de lo que hubiera pensado, noté cómo la vegetación comenzaba a volverse más espesa.

Me estaba acercando demasiado al bosque.

Comencé a sentirme realmente mal. Miré a la luna, tratando de buscar algo de apoyo en su luz, pero ésta parecía desaparecer cuanto mayor era mi avance. Para colmo, las nubes no se alejaban.
Presté atención buscando el sonido de la niña por alguna parte, prácticamente ya no lo oía. Tuve la impresión de que debía estar agonizando.

Asustada por ella, decidí dejar mi temor atrás y avanzar un poco más. A mi lado, Cielo aleteó nervioso e hizo ruidos. No quería, bajo ningún concepto, que me adentrase en el Bosque. Pero yo había bajado hasta ahí e iba a encontrar a la niña.

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