domingo, junio 1
La Nada (I)
La noche era ya avanzada.
Intentando escuchar, no podía más que oír el silencio de la Nada, de aquella oscuridad que lo sumía todo en sí misma y daba lugar a las necesitadas horas de descanso hasta la llegada del nuevo día.
En la oscuridad, abrí mis ojos, elevé mi cuerpo sobre la cuna del sueño en la que reposaba y me incorporé junto a mi lecho. Giré la cabeza y me dirigí hacia el único lugar del que provenía la ínfima luz que podía iluminar mis pensamientos.
Me acerqué a las cortinas. Con un pequeño gesto y sin esfuerzo las aparté hacia los lados, unas hermosas cortinas suaves y translúcidas que se mostraban como refugio de la penetrante luz del día para impedir que escapara.
Todos adoraban mis aposentos por la calidez que se respiraba en ellos. En cambio, a mí no me gustaban mis cortinas: de noche no dejaban penetrar la luminosidad de la luna. No había vida, todo parecía triste.
Tras apartarlas abrí las pequeñas puertas de cristal y salí hacia mi pequeño balcón, desde donde podía vislumbrar el mundo: bosques, valles, pequeñas ciudades en las lejanías, campos... y los jardines.
No es cierto.
Eso no es lo que vislumbraba ahora.
De noche, los jardines eran prácticamente invisibles. Los valles, los campos y las pequeñas ciudades quedaban totalmente sumidos en la oscuridad, y los bosques, en cambio, se volvían gigantescos, grotescos, oscuros.
Era incomprensible lo que sucedía en ellos: de día no existía casi la luz en su interior, tal era su espesura. De noche esta espesura se hacía tan inmensa que nadie se atrevía a penetrar en ellos. Peor aún: personas que lo hicieron durante el día nunca se quedaron hasta el anochecer –muchas no volvieron a salir-, y quien se ha encontrado en su interior tras la penumbra jamás ha vuelto a ser visto por nadie.
Desde mi balcón, la luna llena, reluciente y hermosa como siempre, intentaba sin éxito iluminar el mundo oscuro que había bajo su luz, pero era imposible: los bosques no daban lugar a que nada pudiera ser iluminado. Nada existía si estaban ellos ahí. Nada podía verse desde mi balcón que no fueran ellos. Era como un océano de la Nada.
Me pregunté qué sería de los seres que hubiera en su interior: criaturas que durmiesen, o que despertasen con la llegada de la oscuridad, criaturas que murieran de frío, criaturas que se hubieran perdido y se viesen en la agonía de encontrar el camino, hombres sumidos en el terror.
Y, mientras pensaba en esto tan angustioso para mi ser, el batir de unas alas hizo acto de presencia frente a la figura de la luna, quedando su silueta negra perfectamente definida por la luz. Era Cielo, que se dirigía hacia a mi balcón.
De mi rostro se quiso alejar levemente la tristeza por la Nada, y mi alma se sintió un poco más feliz al ver que esta noche tampoco se había olvidado de mí.
Elevé mi brazo, y se posó sobre él.
Cielo se quedó inmóvil, clavando su mirada en mí.
La mirada de Cielo era realmente fascinante, como si alguna magia hubiera oculta en él. A Cielo le gustaba quedarse quieto en un lugar tranquilo, recogido, siempre que nos encontrásemos a solas. Cuando intentaba hablar con él había veces que me ignoraba, se quedaba absorto en sus pensamientos y no había más expresividad en él que la de la luz que se reflejaba en sus grandes ojos negros. Se trataba de un ave muy tranquila, lo asimilaba todo con resignación desde su lugar y resistía, impasible, al paso de los años que ya hacían mella en su rostro ligeramente desplumado. Cuando mi compañía no le era suficiente volvía a batir sus alas y salía por el balcón, se marchaba. Y para nuestro próximo encuentro, me traería nuevas historias que contar.
Le sonreí, tratando, como siempre, de saber qué sentía su interior en esta noche de pena y silencio. Él también estaba triste. No lo demostraba, en apariencia era frío e ignorante de su alrededor, pero por dentro lloraba incluso muchísimo más que yo, porque yo podía imaginar el sufrimiento de los que se encontraban en la Nada, pero él lo veía desde muy cerca en sus viajes.
“¿Cómo estás?” Le dije rascando su cuello.
No me respondió. Se mostraba igual de serio y frío que todas las noches.
Sin embargo, hoy algo era distinto. Y le afectaba tanto que no podía ocultarlo. Yo lo sentía en su mirada. Lo veía dentro de él.
Al rozar las yemas de mis dedos sus suaves plumas noté que tembló. Me lo acerqué hacia mi rostro, cerró sus ojos, bajó la cabecita y la puso en posición para que yo pudiera hacer lo que pretendía: le besé con amor, y después acaricié sus alas, despacio, sintiendo el la felicidad del cariño mutuo que siempre nos habíamos dado. Era la sensación más bonita del mundo.
Noté que temblaba.
Me adentré de nuevo en mis aposentos y coloqué mi brazo sobre un palo que recogí de los jardines y tallé para él. Separó sus garras de mi brazo y se posó sobre él. Desde que se lo regalé hacía ya algunos años, no había pasado una sola noche por mi balcón sin descansar sobre él.
Junto a Cielo estaba mi tocador.
Con el balcón abierto y las cortinas corridas, la luz de la luna reflejaba de lleno en el espejo y mi rostro adquiría un tono mortecino, pálido a la vez que oscuro. A veces pensaba que la luna era la única forma de reflejar la tristeza de mi alma en mí, desde fuera.
Cogí un cepillo de uno de los cajones e hice mi pelo hacia un lado. Volví a sonreír a Cielo, y le dije:
“No te aflijas, mi Cielo, no puedes evitar lo que sucede.”
A continuación cerré los ojos y comencé a cepillar mi cabellera al tiempo que tarareaba una canción preciosa. La misma que cantaba el día que nos conocimos, cuando yo jugaba en los jardines y de repente mamá me lo echó volando.
“¿Ves por qué no podía dártela de día? Las lechuzas son nocturnas.” Había dicho.
“¡Pero casi es de noche! No le veo bien los colores...”
“¡Cariño! ¿Necesitas ver a alguien por fuera para saber cómo es por dentro?”
Cielo realmente era distinto a todos los seres vivos que conocía: era distinto a todos los demás animales, pero también, a todas las demás personas. Era un ser único.
Poco después, ella me dejó, y nunca más volví a verla.
Mientras tarareaba, la pena de Cielo y el fracaso de la luna llena por iluminar a la Nada se unieron al dolor de la falta de mamá, y unas pequeñas lágrimas quisieron resbalar sobre mi rostro.
Dejé de cantar.
Intentando escuchar, no podía más que oír el silencio de la Nada, de aquella oscuridad que lo sumía todo en sí misma y daba lugar a las necesitadas horas de descanso hasta la llegada del nuevo día.
En la oscuridad, abrí mis ojos, elevé mi cuerpo sobre la cuna del sueño en la que reposaba y me incorporé junto a mi lecho. Giré la cabeza y me dirigí hacia el único lugar del que provenía la ínfima luz que podía iluminar mis pensamientos.
Me acerqué a las cortinas. Con un pequeño gesto y sin esfuerzo las aparté hacia los lados, unas hermosas cortinas suaves y translúcidas que se mostraban como refugio de la penetrante luz del día para impedir que escapara.
Todos adoraban mis aposentos por la calidez que se respiraba en ellos. En cambio, a mí no me gustaban mis cortinas: de noche no dejaban penetrar la luminosidad de la luna. No había vida, todo parecía triste.
Tras apartarlas abrí las pequeñas puertas de cristal y salí hacia mi pequeño balcón, desde donde podía vislumbrar el mundo: bosques, valles, pequeñas ciudades en las lejanías, campos... y los jardines.
No es cierto.
Eso no es lo que vislumbraba ahora.
De noche, los jardines eran prácticamente invisibles. Los valles, los campos y las pequeñas ciudades quedaban totalmente sumidos en la oscuridad, y los bosques, en cambio, se volvían gigantescos, grotescos, oscuros.
Era incomprensible lo que sucedía en ellos: de día no existía casi la luz en su interior, tal era su espesura. De noche esta espesura se hacía tan inmensa que nadie se atrevía a penetrar en ellos. Peor aún: personas que lo hicieron durante el día nunca se quedaron hasta el anochecer –muchas no volvieron a salir-, y quien se ha encontrado en su interior tras la penumbra jamás ha vuelto a ser visto por nadie.
Desde mi balcón, la luna llena, reluciente y hermosa como siempre, intentaba sin éxito iluminar el mundo oscuro que había bajo su luz, pero era imposible: los bosques no daban lugar a que nada pudiera ser iluminado. Nada existía si estaban ellos ahí. Nada podía verse desde mi balcón que no fueran ellos. Era como un océano de la Nada.
Me pregunté qué sería de los seres que hubiera en su interior: criaturas que durmiesen, o que despertasen con la llegada de la oscuridad, criaturas que murieran de frío, criaturas que se hubieran perdido y se viesen en la agonía de encontrar el camino, hombres sumidos en el terror.
Y, mientras pensaba en esto tan angustioso para mi ser, el batir de unas alas hizo acto de presencia frente a la figura de la luna, quedando su silueta negra perfectamente definida por la luz. Era Cielo, que se dirigía hacia a mi balcón.
De mi rostro se quiso alejar levemente la tristeza por la Nada, y mi alma se sintió un poco más feliz al ver que esta noche tampoco se había olvidado de mí.
Elevé mi brazo, y se posó sobre él.
Cielo se quedó inmóvil, clavando su mirada en mí.
La mirada de Cielo era realmente fascinante, como si alguna magia hubiera oculta en él. A Cielo le gustaba quedarse quieto en un lugar tranquilo, recogido, siempre que nos encontrásemos a solas. Cuando intentaba hablar con él había veces que me ignoraba, se quedaba absorto en sus pensamientos y no había más expresividad en él que la de la luz que se reflejaba en sus grandes ojos negros. Se trataba de un ave muy tranquila, lo asimilaba todo con resignación desde su lugar y resistía, impasible, al paso de los años que ya hacían mella en su rostro ligeramente desplumado. Cuando mi compañía no le era suficiente volvía a batir sus alas y salía por el balcón, se marchaba. Y para nuestro próximo encuentro, me traería nuevas historias que contar.
Le sonreí, tratando, como siempre, de saber qué sentía su interior en esta noche de pena y silencio. Él también estaba triste. No lo demostraba, en apariencia era frío e ignorante de su alrededor, pero por dentro lloraba incluso muchísimo más que yo, porque yo podía imaginar el sufrimiento de los que se encontraban en la Nada, pero él lo veía desde muy cerca en sus viajes.
“¿Cómo estás?” Le dije rascando su cuello.
No me respondió. Se mostraba igual de serio y frío que todas las noches.
Sin embargo, hoy algo era distinto. Y le afectaba tanto que no podía ocultarlo. Yo lo sentía en su mirada. Lo veía dentro de él.
Al rozar las yemas de mis dedos sus suaves plumas noté que tembló. Me lo acerqué hacia mi rostro, cerró sus ojos, bajó la cabecita y la puso en posición para que yo pudiera hacer lo que pretendía: le besé con amor, y después acaricié sus alas, despacio, sintiendo el la felicidad del cariño mutuo que siempre nos habíamos dado. Era la sensación más bonita del mundo.
Noté que temblaba.
Me adentré de nuevo en mis aposentos y coloqué mi brazo sobre un palo que recogí de los jardines y tallé para él. Separó sus garras de mi brazo y se posó sobre él. Desde que se lo regalé hacía ya algunos años, no había pasado una sola noche por mi balcón sin descansar sobre él.
Junto a Cielo estaba mi tocador.
Con el balcón abierto y las cortinas corridas, la luz de la luna reflejaba de lleno en el espejo y mi rostro adquiría un tono mortecino, pálido a la vez que oscuro. A veces pensaba que la luna era la única forma de reflejar la tristeza de mi alma en mí, desde fuera.
Cogí un cepillo de uno de los cajones e hice mi pelo hacia un lado. Volví a sonreír a Cielo, y le dije:
“No te aflijas, mi Cielo, no puedes evitar lo que sucede.”
A continuación cerré los ojos y comencé a cepillar mi cabellera al tiempo que tarareaba una canción preciosa. La misma que cantaba el día que nos conocimos, cuando yo jugaba en los jardines y de repente mamá me lo echó volando.
“¿Ves por qué no podía dártela de día? Las lechuzas son nocturnas.” Había dicho.
“¡Pero casi es de noche! No le veo bien los colores...”
“¡Cariño! ¿Necesitas ver a alguien por fuera para saber cómo es por dentro?”
Cielo realmente era distinto a todos los seres vivos que conocía: era distinto a todos los demás animales, pero también, a todas las demás personas. Era un ser único.
Poco después, ella me dejó, y nunca más volví a verla.
Mientras tarareaba, la pena de Cielo y el fracaso de la luna llena por iluminar a la Nada se unieron al dolor de la falta de mamá, y unas pequeñas lágrimas quisieron resbalar sobre mi rostro.
Dejé de cantar.
Más en: Relatos sin sentido
5 pilladísimos han opinado sobre esta chorrada.:
Son tres partes.
Si la AMISTAD fuera la vida, te daría la mía.
esprare las demas _lalalala
Si sale, sale. Si no sale, hay que volver a empezar. Todo lo demás son fantasías. !SUERTE¡ que te vaya bien. Y espero que me sigas visitando.
Gracias, boignoi. No se me ocurrió lo de poner el mensaje antes :S (menudo despiste, sé que más de uno ha pensado que pasaba de él). Prometo leer todo lo que hayas puesto desde entonces (igual para los demás).
Ahora me ha dado por escribir cosas con más o menos sentido en mi tiempo libre @_@ (y no, no lo digo por el blog) así que tal vez ponga algo por aquí más adelante.
vamos! que ya queda poco! estoy deseando acabar ya de una vez. Murcia!!!!!!!! Cuando esté allí ni me lo voy a creer. Suerte en selectividad. Sobre la historia, ya sabes mi opinión. Nos vemos!
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